VIVIENDO EN
ESPIRAL
Con los ahorros en la cartera y una mochila a la
espalda fui hasta la estación de autocares. Escapé andando, calculo que serían
unos 16 km, no dije nada a nadie, sé que no es la forma más apropiada de hacer
las cosas, pero al fin y al cabo no dejaba de ser una huida en toda regla.
Dicen
que la vida siempre ofrece dos caminos a elegir y esta vez necesitaba encontrar
el mío.
Estaba
exhausta por la caminata, pero era consciente de que con cada paso que dejara
atrás, iba desprendiéndome de la pesada carga que me había impedido avanzar. Comencé a notar esa
sensación olvidada de “nuevo ciclo”.
Un
apetito voraz se apoderó de mi estómago cuando llegué a la estación. Había
llevado dos bocadillos y agua para el camino. Me senté en un banco a mirar los
autobuses, comí y descansé hasta reponer fuerzas mientras me deleitaba con la
entrada y salida de gente.
Dejé
que pasara el tiempo sin más, ni siquiera me molesté en mirar el reloj. Iba sin
destino alguno, ese fue el acuerdo que pacté conmigo misma antes de comenzar el
viaje, mi viaje propio. Era el momento de perderse y jugar con libre albedrío.
Me
puse en la cola de taquilla y saqué un billete solo de ida. El azar quiso que
fuese Barcelona. Después de unas 12 horas con las paradas reglamentarias y
disfrutando del paisaje, entramos en
la ciudad.
Busqué
un hostal cercano al centro, las ramblas parecía un buen lugar para desplazarse
en cualquier dirección. No tardé en encontrar un alojamiento aceptable en Carrer
dels Lledó, me gustó el trato y la ubicación, además de estar dentro de mis
posibilidades económicas. La habitación constaba de una cama, un tremendo
butacón y un pequeño baño, no era muy lujosa pero se veía limpia y acogedora.
Al
viajar con un equipaje tan reducido como aquel habitáculo, me instalé en 20
minutos. El tiempo justo de una ducha para irme a la cama y descansar.
Aunque
no hablaba, ni entendía bien la lengua
catalana, pensé que no tardaría en ponerme al día, y eso que los idiomas no
eran mi fuerte. Caí en la cuenta del pudor que supondría emitir las primeras
palabras en público.
Rabilé
en la mochila y saqué un libro, el mismo que estaba leyendo antes de mi
escapada, nunca había dejado ninguno sin terminar y éste no iba a ser el
primero.
Estuve
leyendo hasta que me pudo el sueño.
…
Desperté a la hora de siempre. Demasiados años
habían hecho mella en mi reloj mental.
Me acostara a la hora a la que me acostara y durmiera las horas que
durmiera, no fallaba, siempre lo consideré una virtud y en más de una ocasión
me sacó de un aprieto.
Volví
a rebuscar en la mochila y encontré unos shorts marrón chocolate y una camiseta
de algodón rosa palo con el holograma de un gran sapo en el pecho, unas
manoletinas plateadas y una cazadora vaquera que amarré a la cintura completaron
el conjunto. Menos mal que era verano y la ropa en aquella época del año,
además de pesar poco, no ocupaba mucho espacio en el escueto equipaje.
Puse
la bandolera al hombro, salí del hostal hasta Plaça Catalunya en busca de la
estación. Subí al primer autobús con el motor en marcha, no sin antes proveerme
de un mapa de carreteras y un par de callejeros de zonas dignas de ser visitadas, no por nada en especial, sino
por el simple hecho de conocer sitios apetecibles y bonitos. Seguía sin tener
dirección determinada, pero una cosa es perderse y otra muy distinta estar en
desconexión total. Volví a dejar que la casualidad actuara, ésta hizo que
tomara la línea 24. Unos minutos más tarde, me enteré de que me dirigía al Parc
Güell.
Entramos
al parque por la carretera del Carmel, hasta un estacionamiento descubierto
para alojar a los autobuses.
Se
respiraba a Gaudí por los poros. Subí la escalinata de entrada dividida en su
diagonal por una gran salamandra de cerámica policromada, más tarde me enteré
que esta técnica en mosaico hecho con pequeños fragmentos es conocida como
trencadís. Dicen que Gaudí había ido a visitar el taller de Lluís Brú para ver
como trabajaban, la lentitud del personal tuvo que exasperar al genio porque se
proveyó de una maza y rompió una de las de las baldosas exclamando, “a puñados se tienen que poner, si no, no
acabaremos nunca”.
Las
escaleras terminaron en una sala con enormes columnas simulando mármol, justamente
encima se veía una gran plaza desde la que se podía contemplar la ciudad. Llegó
a mis oídos una melodía de jazz, miré entre las columnas buscando el origen del
sonido y encontré a tres personas; dos hombres provistos de instrumentos
musicales, un saxo y un violín,
acompañaban a una voz femenina.
Me
senté en un banco lleno de color gaudiniano y escuché.
No
sé el tiempo que me mantuve en el mismo sitio, supongo que fue hasta que ellos
se cansaron de tocar. De pronto uno de los músicos se acercó a mí y me dio las
gracias en francés.
¿Gracias,
por qué?, pregunté. Respondió con una sonrisa y se fue.
Continué
ruta, yendo por los viaductos de diferentes estilos arquitectónicos y una serie
de caminos porticados que según el plano,
que me dieron en la entrada, tenía
tres kilómetros.
Visité
el calvario en la parte alta del parque, luego me dirigí a la casa-museo, fue
el único sitio en el que tuve que pagar por la entrada, 5,50 euros. Allí
encontré a los músicos. Levanté la cabeza y arqueé las cejas con gesto afable a
modo de saludo. Uno de ellos no dejaba de mirar mi camiseta con el gran sapo en
el frontal. Era el mismo chico que un par de horas antes, me había dado las
gracias.
Comentó
en voz alta a sus amigos la originalidad de la prenda, hablaba en francés,
idioma que yo conocía bien. No suelo sonrojarme por nada, pero aquel hombre
tenía la mirada más verde que jamás habían visto mis ojos, y no pude evitar
fijarlos en él.
Sólo
la chica hablaba catalán, pero no fue complicado entenderles. Se acercaron para
invitarme a comer, advirtieron que el menú era muy austero, constaba de
embutido, quesos, fruta y una tableta de chocolate, para beber solo llevaban un
par de litros de agua.
Acepté
la invitación con agrado, mascullando entre el castellano, francés y un pésimo
catalán. No hubo vergüenza alguna a la hora de comunicarme. Me uní al grupo y continuamos viendo todo lo
que albergaba la casa-museo, que entre planos y mobiliario no era poco.
Salimos
de allí y nos dirigimos a un gran banco que ondulaba como una serpentina, situado
en la plaza que se encuentra sobre las columnas donde hacía unas horas les
había visto por primera vez, era como un collage gigantesco. La panorámica que
ofrecía el lugar era impresionante. Allí sacaron las viandas y nos pusimos a
comer. Charlamos sobre la sabiduría que se adquiere al viajar y la cultura que
aporta conocer personas y lugares de diferentes partes del mundo.
En
menos de una semana tenían pensado ir a Madrid, allí pasarían un par de días visitando
museos y teatros, transcurrido ese tiempo volverían a salir en autocar hasta
Ponferrada, deseaban visitar una antigua explotación romana para la extracción
de oro enclavada en las Médulas. Saldrían de la capital haciendo una ruta con
paradas en Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas, Benavente, La Bañeza,
Astorga y Bembibre.
Me
propusieron acompañarles en su aventura. Acepté sin dudar, después de todo viajaba
ligera de equipaje y me sentía libre de hacer y deshacer a mi antojo.
Les
di la dirección en la que me alojaba y mi número de móvil, ellos hicieron lo
mismo conmigo.
Su
medio de locomoción siempre eran autocares, lo cierto es que es un transporte
cómodo, entretenido y seguro.
…
Dormí como una marmota y después de una larga
ducha me preparé para salir. Encontré a la casera barriendo en la puerta de
entrada, me saludó en catalán y respondí del mismo modo y con las mismas
palabras.
Quería
visitar la Sagrada Familia y Montserrat. Fui hasta las Ramblas y tomé el
autobús que deja en el Liceu, después me acercaría hasta la basílica andando.
Así
estuve hasta que se despertó mi estómago, llamando con estruendosos rugidos. Comí
un plato combinado en una pequeña tasca a dos calles de allí, el menú era
sabroso, además de barato, y el vino aún mejor.
Se
me echó el tiempo encima, así que lo mejor sería dejar lo de Montserrat para el
día siguiente. Empleé la tarde para conocer el Palacio de la Música, la
Basílica de Santa María del Mar y el Mercado de la Boquería, también tuve
tiempo para acercarme al Poble Espanyol, para ver una especie de réplica de
diferentes comunidades autónomas.
Me
acosté a altas horas de la madrugada, pero mereció la pena el trasnoche. Entamé
amistad con un pintor belga que había encontrado de vuelta al hostal. Aunque
viajaba por todo el mundo, había fijado su lugar de residencia habitual en un
pequeño piso situado en el barrio gótico. Habló en un catalán que me pareció
perfecto, aunque claro, yo no conocía bien el idioma. Se ganaba el sustento con
su arte, me enseñó buenos sitios en los que comer bien y por poco dinero. Hacía
todo lo que quería en la vida, sin necesidad de grandes derroches económicos.
Era un hombre bohemio y sagaz que me dejaría un buen recuerdo.
Se
empeño en ir a la plaza Sant Felip Neri de noche, ese era el mejor momento
para, según él, “escuchar el silencio”. Cierto es, que no se oía ni un ruido.
Me
contó que sus abuelos habían muerto durante el bombardeo efectuado por aviones
fascistas en 1938 sobre la ciudad de Barcelona. Señaló con su dedo índice, las
huellas de metralla se encontraban dispersas por toda la plaza, como si fueran
una firma del pasado.
Philippe,
que así se llamaba mi acompañante, llevaba sangre catalana en las venas, y un terrible dolor en el alma.
A finales de 1936 se puso en marcha el Comité Nacional
pour l´Hébergment des Enfants Espagnols en Belgique. Su
madre había sido uno de esos niños/as de la guerra, evacuados por la Casa del
Pueblo de Bruselas.
Al
final del conflicto y durante la repatriación, su madre no fue reclamada por nadie,
de éste modo se confirmó la orfandad de la menor. Creció en el hogar Émile Vandervelde, una
colonia situada en Oostduinkerke. No volvió a España jamás, era su forma de
rechazar a la patria que le había arrebatado a sus seres queridos descarnando su
niñez. Formó su propia familia en Bélgica y allí tuvo a Philippe.
Nos
sentamos en la base octogonal de la fuente que ocupa el centro de la plaza, allí
estuvimos sin hablar cerca de una hora. No sé qué, podría estar barruntando él,
yo solamente podía pensar en las heridas que mantiene abiertas cualquier
guerra.
Se
levantó e hizo un ademán para que le acompañase. Continuamos nuestra andadura hasta
la Calle de la Plata, me dijo que era donde Picasso había tenido su primer
estudio. Hicimos la ruta picassiana completa.
Bajamos hasta el puerto. Philippe, parecía todo un
atleta, sus piernas se movían a un ritmo difícil de seguir, aunque no dije nada
y aguanté el tipo.
Terminamos deambulando por Las Ramblas. Nos paramos a
escuchar a un cantautor en plaça de Sant Lu, allí suelen ir muchos músicos a
regalar su arte. Me mostró,
Portaferrissa, una fuente con un precioso mural de cerámica en su frente.
¡Además de guapo!, era un guía excelente.
Había llegado el momento de la retirada, pero esa
noche dormiría con él y él me acompañaría al día siguiente hasta Montserrat.
Para
subir al macizo cogimos un autobús turístico, así irían explicando toda la ruta y yo haría
el mínimo esfuerzo. La noche anterior aunque fantástica me había dejado
baldada. Nos encontrábamos visitando el monasterio cuando sonó el móvil, eran
mis amigos “los músicos”, nombre con el que me empeñé en bautizarles. Saldrían
al día siguiente, hasta Madrid, desde la estación central de autocares. Quedamos
en vernos allí.
Durante
el transcurso de la tarde todo iba a cámara lenta, muy pocas horas de sueño
habían sido las culpables de mi deterioro físico. Me acosté temprano, otra vez
fue en casa del pintor, pero antes recogí mis cosas del hostal, no sin antes,
despedirme de la dueña y agradecerle el trato que tuvo conmigo.
A
la mañana siguiente me desperté fresca como una lechuga, opté por ponerme un
pantalón pitillo rojo y una camiseta de tirantes cruzados en azul hielo con
diferentes temperaturas de color, incluso me di carmín en los labios. Agarré la
mochila y besé a Philippe, prometiendo que nos veríamos a mi vuelta. Salí de
allí en busca de la estación.
Ya
habían llegado. El chico de los ojos
verdes, se fijó en mi nueva camiseta haciendo una muestra de agrado levantando
el pulgar. Sacamos los billetes y nos acomodamos en los asientos traseros del
autocar.
Fue
un viaje fantástico cargado de risas, experiencias nuevas y regalos para el
paladar y la vista, la gastronomía española es muy amplia y el paisaje todo un
lujo.
Después
volvimos a Barcelona, pero cambiamos la ruta de vuelta, esta vez fuimos por
Burgos en un viaje guiado de autocar.
La
chica tenía que reincorporarse al trabajo, y ellos dos saldrían desde allí
hasta su tierra natal en Lyón (Francia). Por esa fecha se celebra el festival
de artes escénicas d’Avignon que dura cerca de tres semanas. Iban casi todos
los años, no podían permitirse perder un
acto tan polifacético y sociocultural como aquel, después de todo, su lugar de
residencia estaba a menos de cuatro horas del lugar y aún les quedaban unos
días de vacaciones. No había excusa razonable para eludirlo, ni para ellos, ni
para mí que buscaba sensaciones nuevas.
Para
despedirnos de Montse, la chica que daba voz al grupo, quedamos en vernos en el
4 Gats, restaurante situado en carrer de Montsió, 3. Lugar que había sido frecuentado
por Picasso y algún que otro genio más. Pensé que era el mejor momento para
presentarles a Phillipe.
Se
pidieron dos de arroz con bogavante, un romesquet de rape con patatas, un filete
de ternera con foie y reducción de Pedro Ximénez, un Confit de pato con boletus,
y un muslo de pollo relleno de ciruelas a la catalana. Para compartir, un par
de salteados de setas de temporada y berberechos al aroma de apio. Todo ello regado
con Azpilicueta Blanco y Protos Crianza.
Quizá
fuera un exceso para el bolsillo, pero mereció la pena, tanto por la compañía, como
por el placer que le dimos al paladar.
Sabía
que a Montse, le gustaba un colgante con un pequeño coral rojo engarzado en
plata que yo solía llevar en el cuello. Lo limpié hasta que lo tuve reluciente
y lo guardé en una cajita que envolví con papel de regalo. Lo metí en su bolso,
sin que ella se diera cuenta.
Jamás
abandonaríamos el contacto, aunque fuera por teléfono.
…
Volvíamos a ser cuatro en los asientos traseros
del autobús, pero esta vez camino de Lyon (Francia), y con un cambio de componente en el grupo. Philippe venía con
nosotros y después seríamos, sólo nosotros dos, los que nos acercásemos a
Alemania. Me lo había propuesto antes de salir de España, y yo acepté su
oferta.
Hacía
un par de meses que Philippe tenía programada una cita en artSPACEberin (en el distritito
de Neukölln, en Berlín), una galería de arte.
Estuvo horas buscando tres de sus mejores cuadros, los preparó con espuma de
poliestireno, para proteger a los lienzos del polvo y posibles rayones. Los
apiló uno encima de otro, con mimo y pulso de cirujano, los enrolló como si
fueran papiros para meterlos en una especie de cilindro metálico. Ya estaban
listos para el transporte. En caso de que la respuesta a su solicitud, para
exponer allí, fuera afirmativa, volvería con toda su obra.
Llegamos
en autobús hasta el festival d´Advignon. Fue un espectáculo formidable, donde
se representaron varias obras. Allí estaba gente de todas las partes del mundo.
El
tiempo pasaba casi sin darme cuenta, pero al final, llegó la hora de decirles
adiós a mis amigos “los músicos”. A Luke, el chico de los ojos verdes, le regalé
entre sollozos, la camiseta del gran sapo. Philippe, había hecho buenas migas
con Josep, el chico del saxo, a éste, le enviaría una pintura suya, de la que
habían hablado, en más de una ocasión.
Las
despedidas suelen ser siempre duras, pero nuestro camino debía continuar.
Tomamos varios autobuses antes de llegar a
Alemania, dormimos en hostales y disfrutamos de la gastronomía de las zonas por
las que pasábamos.
Aceptaron
las pinturas de Philippe, para artSPACEberlin , aunque ya había expuesto en
otras partes del mundo, éste era otro paso más en su andadura como artista.
Comenzaron
a entrometerse recuerdos de las personas a las que quería y hacía tanto que no
abrazaba, era un buen momento para regresar a casa. Aunque sabía a ciencia
cierta, que no permanecería mucho tiempo allí, entré por la puerta con la
mochila cargada de experiencias y con Philippe.
...
Para avanzar basta con recorrer unos
metros, para vivir es necesario hacer una maratón. Nadie ha dicho que sea
fácil, pero tampoco ha dicho nadie que sea imposible.
...
Una pregunta solo, Ana María. Si quieres me respondes y si no, pues no. Esto que cuentas ¿es historia o es ficción?.
ResponderEliminarEl Mirlo: conozco bien Barcelona. Se puede decir que hay mucha verdad en el escrito, aunque también he metido "toques" de ficción
EliminarEl Mirlo; pero los toques de ficción son escasos, todo hay que decirlo.
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