sábado, 21 de septiembre de 2013

Nita, un salto en el tiempo.

                      

           Me crié en un pueblo pequeñito, uno de esos en los que todo el mundo se conoce y que en cuanto te pegas con tu amigo del alma enseguida sale su madre a reñir con la tuya.
¡Vamos!, un sitio sin intimidad alguna, y mucho menos para un crío.
Mis oídos retumbaban con la cantarela habitual, "ya conozco la ralea de la que procede esa familia, no quiero verte con ese sinvergüenza nunca más". Nunca más, ¡me oyes!, nunca más.
¡Total!, como si a nosotros nos importasen las cosas de mayores, cuando nuestro único delito había sido un tirón del pelo, una patada en la espinilla y un par de dentelladas, y aquel "nunca más", resultaba demasiado lejano en el tiempo.
Ahora teníamos una ardua labor, conseguir que las madres se volvieran a hablar, era el modo más seguro para poder estar juntos sin necesidad de escondernos, ¿para qué narices se meterán en nuestras cosas?. Luego presumen de que saben mucho de la vida, ¡bah!, creo que no saben ni la mitad, de la media.

         Nino, mi amigo del alma, después de aquella gran gresca entre madres, se presentó en casa sollozando y con los mocos colgando, preguntaba por mí. Mamá puso los brazos en jarra, postura muy habitual en ella, era todo un previo a la zapatilla en el trasero. Respiró en profundidad mientras miraba fijamente intentando entender a aquel saco de lamentos que era mi amigo.Yo espiaba desde el rellano de la escalera y en menos de un minuto, la escuché llamarme.
En cuanto solucionamos el asunto de los mayores con múltiples peloteos, pactados previamente por ambas partes, nos iríamos a jugar más lejos, más que nada, por evitar problemas ajenos a nuestra voluntad. Si es que estos padres, ¡tienen que meterse en todo, sin tener idea de nada!
                   
        Recuerdo que Nino, jamás se había avergonzado de mear delante de mí. Sacaba "su cosa", nombre que le atribuí a aquella "cosa", si es que no podía tener otro nombre. Mientras yo, corría a señalar objetos, apuntaba desde una distancia razonable y los mojaba con su pis, incluso sabía arrastrar alguna chapa si se había aguantado mucho las ganas. Era realmente divertido y él estaba muy orgulloso de aquel don. Si yo hubiera tenido otra manguerita, como la de él, podríamos haber hecho competiciones y todo. Pero yo era chica, y las chicas no tenemos de esas "cosas".

Todo iba de perlas, hasta que el verano de 1977, le cambió.
Se había ido al campamento durante los meses de vacaciones escolares, igualito que el que se va a la guerra. En cuanto me enteré de su regreso, salí corriendo de casa para abrazarle, pero al verle, mis pies se pararon en seco, sentí como se me fruncía el ceño y se helaban mis venas.
La gente del pueblo decía que se había marchado un niño y había vuelto un apuesto mozalbete. Guapo o feo, eso no lo sé, porque de esas cosas no entiendo, aunque alto si que era aquel chico.
No, ese no era ni Nino, me lo habían cambiado. ¿Cómo no iba a saberlo yo que, le conocía mejor que nadie?.
Después de estudiarle durante tres días llegué a la conclusión de que sí era él, pero que había envejecido mucho durante el viaje, igual que en esas películas donde el tiempo pasa tan rápido que no da tregua para ir a la nevera a coger un yogurt, mientras se rebusca intentando encontrar el de fresa.

          La rutina dejó de ser la misma y comenzó a tratar con gente de su edad. Cuatro años de diferencia, no es mucho, pero a esas edades tan tempranas es un abismo difícil de saltar.
Paloma, mi compañera de pupitre decía que se había echado de novia  a Pilar, una vieja de de su curso. Ella le gustaba, eso no lo discuto, pero a mí me quería. de esto último estaba completamente segura.
Por aquel entonces decidí soltar las coletas  que tanto me apretaba mamá en la cabeza, pensé que esos dos lacitos que me ponía a ambos lados de la cara con mimo y que tanto le gustaban a ella, me rejuvenecían mucho. Incluso empecé a peinar el flequillo de lado. Menudas peloteras tuve en casa, como si a mis 6 años de edad no fuera lo suficientemente mayor para saber lo que me sentaba bien.
Nino debió advertir mi cambio de look, porque comenzó a fijarse en mí de nuevo, y aunque ya no jugáramos del mismo modo que antes, venía a meterse conmigo de forma frecuente, sin tolerar que nadie más lo hiciera.

Continuará..., o no

                       ...
                     


viernes, 20 de septiembre de 2013

qui sait ce qui nous attend?

               por favor
por favor 
            

(susurros del silencio)   
por favor

Y mientras..., me devorabas desde dentro.

...

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Mi gato (Cuento infantil)



Mi gato es simétrico, es muy bonito, de esos que llaman comunes.
Las rayas de su pata derecha son idénticas a las de su pata izquierda, parece que se han copiado en un espejo.

El rabo es frondoso y gordo, pero aquí, las líneas que se dibujan van de menor a mayor hasta la punta, aunque ¡claro!, también pienso que todas no pueden llevar el mismo tamaño porque éste se va haciendo más delgado.

He intentado contar los bigotes que tiene alrededor de su nariz, pero me cansé, mi gato se mueve mucho.

Me mira a los ojos, pero, pocas veces me obedece, creo que sólo lo hace cuando tiene hambre,  igual es que el pobrecito está un poco sordo.

Nunca se tropieza con nada, pero eso será porque tiene cuatro patas, si yo las tuviera tampoco lo haría.

Sabe subirse al armario, salta a los pomos y ¡zasssssss!, ya está encima. Luego me mira y tiene miedo a bajar,  porque se pasa allí un buen rato.

Ahora ha aprendido a abrir las puertas que hay en casa, igual ya sabía y no decía nada, así, no nos enteramos de sus escapadas. Yo no pienso chivarme. Es muy listo, mi gato.

Cuando viene a dormir a la cama restriega su cabeza en la mía, se mete entre las sábanas,  muerde un poco mi mano y luego ronca. No  sé cómo puede  roncar, ¡si ni siquiera fuma!. Es lo que le dice mi madre a mi padre, “si no fumaras, no roncarías tanto”, pero yo de esas cosas no entiendo.

Tampoco entiendo que la gente diga que mi gato es común, con muchísimo esfuerzo lo he buscado en el diccionario y ponía que es “algo de inferior clase o despreciable”. Algunas personas no tienen ni idea!.  ¡Bah!,  esa gente no nos conoce, ni a mí, ni a mi gato.

El de mi vecina es un “angora turco”, de pelo reventón. Siempre va hinchado, pienso que se lo tiene muy creído, pero,  no me cae mal, aunque es demasiado tranquilo y nunca hace nada,  a lo mejor,  es que se lo han prohibido para que no se despeine, no lo sé. A veces me da algo de pena,  mamá tiene un jersey con el mismo nombre, lo que no sé, es si es turco.  Cuando se lo pone,  va a la peluquería y se pinta los labios, luego ya no quiere jugar conmigo. Tiene que ser un “trauma”  vivir con ese jersey puesto a todas horas.

Mi gato se llama gato, aunque a veces me gusta llamarle Isidro,  pero, ¿para qué voy a ponerle otro nombre, si él ya tiene el suyo?. Es una duda que tengo, esa y lo de utilizar el “mi”, porque él es muy a su manera y muy suyo.

Le he escuchado hablar con los pájaros,  se pone en el alfeizar de la ventana y les saluda cuando pasan. Creo que sabe varios idiomas.

Una vez cogió un ratón que entró en casa, quería jugar con él, pero por más que le animó con las patas, el tonto del ratón se quedó dormido enseguida, se conoce que estaba cansado y tenía mucho sueño. Papá lo guardó en el contenedor de basura hasta que despertarse, pero luego ya no estaba. ¡Tendría prisa!.

Hay una canción que dice que a los gatos les gustan tanto las sardinas, que  resucitan con su olor. Lo que realmente le gusta al mío,  es el jamón de york, ¡si lo sabré yo!, en eso nos parecemos, bueno en eso y en lo de subirse a la mesa de la cocina, es muy posible que nos estemos contagiando hábitos. Tendré que comentarlo con mi tía que es médico y ella sabe mucho de enfermedades.

También le encanta saltar a la comba conmigo, aunque aún no ha aprendido a entrar y me pare todas las vueltas,  no desiste en su empeño, ¡cuando se le mete algo en la cabeza es muy terco, mi gato!.

¡Huy!!, y cuando intenta atrapar alguna mosca, me río mucho, ¡es todo un gimnasta en los saltos!.

Sabe cuando estoy mala porque en esos momentos no se separa de mí, se sube en mi hombro e incluso me lame la cara, ¡menuda lengua que tiene!,  la mía es más suave.

Es el gato más especial del mundo, no termino de entender por qué le llaman común.


Fin.

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lunes, 16 de septiembre de 2013

Día 15-16


Han vuelto a cruzarse en la mirada, unos ojos verdes, tan transparentes, mágicos y profundos como el mar en calma…, tan jugosos y tiernos como brotes de hierba fresca.

Ya conoces el extraño poder que ese color provoca en mi retina, mon cher ami. Son capaces de escarbar dentro de esta inquieta cabecita, para acceder a mi alma. Lo que no he sido capaz de vislumbrar en ellos es, si allí, enraízan algas o habita algún tipo de maleza que enturbie ese “aparente” sosiego, aunque supongo, que en todas las vidas siempre hay brumas y tormentas, jaras y espinos…

Ya me conoces Monsieur, siempre buscando en los lugares más recónditos y apartados del sentir humano.

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martes, 20 de agosto de 2013


VIVIENDO EN ESPIRAL

Con los ahorros en la cartera y una mochila a la espalda fui hasta la estación de autocares. Escapé andando, calculo que serían unos 16 km, no dije nada a nadie, sé que no es la forma más apropiada de hacer las cosas, pero al fin y al cabo no dejaba de ser una huida en toda regla.

Dicen que la vida siempre ofrece dos caminos a elegir y esta vez necesitaba encontrar el mío.
Estaba exhausta por la caminata, pero era consciente de que con cada paso que dejara atrás, iba desprendiéndome de la pesada carga que me había  impedido avanzar. Comencé a notar esa sensación olvidada de  “nuevo ciclo”.

Un apetito voraz se apoderó de mi estómago cuando llegué a la estación. Había llevado dos bocadillos y agua para el camino. Me senté en un banco a mirar los autobuses, comí y descansé hasta reponer fuerzas mientras me deleitaba con la entrada y salida de gente.

Dejé que pasara el tiempo sin más, ni siquiera me molesté en mirar el reloj. Iba sin destino alguno, ese fue el acuerdo que pacté conmigo misma antes de comenzar el viaje, mi viaje propio. Era el momento de perderse y jugar con libre albedrío.

Me puse en la cola de taquilla y saqué un billete solo de ida. El azar quiso que fuese Barcelona. Después de unas 12 horas con las paradas reglamentarias y disfrutando del paisaje, entramos en la ciudad.

Busqué un hostal cercano al centro, las ramblas parecía un buen lugar para desplazarse en cualquier dirección. No tardé en encontrar un alojamiento aceptable en Carrer dels Lledó, me gustó el trato y la ubicación, además de estar dentro de mis posibilidades económicas. La habitación constaba de una cama, un tremendo butacón y un pequeño baño, no era muy lujosa pero se veía limpia y acogedora.

Al viajar con un equipaje tan reducido como aquel habitáculo, me instalé en 20 minutos. El tiempo justo de una ducha para irme a la cama y descansar.

Aunque no hablaba, ni entendía  bien la lengua catalana, pensé que no tardaría en ponerme al día, y eso que los idiomas no eran mi fuerte. Caí en la cuenta del pudor que supondría emitir las primeras palabras en público.

Rabilé en la mochila y saqué un libro, el mismo que estaba leyendo antes de mi escapada, nunca había dejado ninguno sin terminar y éste no iba a ser el primero.
Estuve leyendo hasta que me pudo el sueño.


Desperté a la hora de siempre. Demasiados años habían hecho mella en mi reloj mental.  Me acostara a la hora a la que me acostara y durmiera las horas que durmiera, no fallaba, siempre lo consideré una virtud y en más de una ocasión me sacó de un aprieto.

Volví a rebuscar en la mochila y encontré unos shorts marrón chocolate y una camiseta de algodón rosa palo con el holograma de un gran sapo en el pecho, unas manoletinas plateadas y una cazadora vaquera que amarré a la cintura completaron el conjunto. Menos mal que era verano y la ropa en aquella época del año, además de pesar poco, no ocupaba mucho espacio en el escueto equipaje.

Puse la bandolera al hombro, salí del hostal hasta Plaça Catalunya en busca de la estación. Subí al primer autobús con el motor en marcha, no sin antes proveerme de un mapa de carreteras y un par de callejeros de zonas dignas de  ser visitadas, no por nada en especial, sino por el simple hecho de conocer sitios apetecibles y bonitos. Seguía sin tener dirección determinada, pero una cosa es perderse y otra muy distinta estar en desconexión total. Volví a dejar que la casualidad actuara, ésta hizo que tomara la línea 24. Unos minutos más tarde, me enteré de que me dirigía al Parc Güell.

Entramos al parque por la carretera del Carmel, hasta un estacionamiento descubierto para alojar a los autobuses.

Se respiraba a Gaudí por los poros. Subí la escalinata de entrada dividida en su diagonal por una gran salamandra de cerámica policromada, más tarde me enteré que esta técnica en mosaico hecho con pequeños fragmentos es conocida como trencadís. Dicen que Gaudí había ido a visitar el taller de Lluís Brú para ver como trabajaban, la lentitud del personal tuvo que exasperar al genio porque se proveyó de una maza y rompió una de las de las baldosas exclamando,  “a puñados se tienen que poner, si no, no acabaremos nunca”.

Las escaleras terminaron en una sala con enormes columnas simulando mármol, justamente encima se veía una gran plaza desde la que se podía contemplar la ciudad. Llegó a mis oídos una melodía de jazz, miré entre las columnas buscando el origen del sonido y encontré a tres personas; dos hombres provistos de instrumentos musicales, un saxo y un violín, acompañaban a una voz femenina.

Me senté en un banco lleno de color gaudiniano y escuché.
No sé el tiempo que me mantuve en el mismo sitio, supongo que fue hasta que ellos se cansaron de tocar. De pronto uno de los músicos se acercó a mí y me dio las gracias en francés.

¿Gracias, por qué?, pregunté. Respondió con una sonrisa y se fue.

Continué ruta, yendo por los viaductos de diferentes estilos arquitectónicos y una serie de caminos porticados que según el plano, que me dieron en la entrada, tenía tres kilómetros.

Visité el calvario en la parte alta del parque, luego me dirigí a la casa-museo, fue el único sitio en el que tuve que pagar por la entrada, 5,50 euros. Allí encontré a los músicos. Levanté la cabeza y arqueé las cejas con gesto afable a modo de saludo. Uno de ellos no dejaba de mirar mi camiseta con el gran sapo en el frontal. Era el mismo chico que un par de horas antes, me había dado las gracias.

Comentó en voz alta a sus amigos la originalidad de la prenda, hablaba en francés, idioma que yo conocía bien. No suelo sonrojarme por nada, pero aquel hombre tenía la mirada más verde que jamás habían visto mis ojos, y no pude evitar fijarlos en él.

Sólo la chica hablaba catalán, pero no fue complicado entenderles. Se acercaron para invitarme a comer, advirtieron que el menú era muy austero, constaba de embutido, quesos, fruta y una tableta de chocolate, para beber solo llevaban un par de litros de agua.

Acepté la invitación con agrado, mascullando entre el castellano, francés y un pésimo catalán. No hubo vergüenza alguna a la hora de comunicarme.  Me uní al grupo y continuamos viendo todo lo que albergaba la casa-museo, que entre planos y mobiliario no era poco.

Salimos de allí y nos dirigimos a un gran banco que ondulaba como una serpentina, situado en la plaza que se encuentra sobre las columnas donde hacía unas horas les había visto por primera vez, era como un collage gigantesco. La panorámica que ofrecía el lugar era impresionante. Allí sacaron las viandas y nos pusimos a comer. Charlamos sobre la sabiduría que se adquiere al viajar y la cultura que aporta conocer personas y lugares de diferentes partes del mundo.

En menos de una semana tenían pensado ir a Madrid, allí pasarían un par de días visitando museos y teatros, transcurrido ese tiempo volverían a salir en autocar hasta Ponferrada, deseaban visitar una antigua explotación romana para la extracción de oro enclavada en las Médulas. Saldrían de la capital haciendo una ruta con paradas en Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas, Benavente, La Bañeza, Astorga y Bembibre.

Me propusieron acompañarles en su aventura.  Acepté sin dudar, después de todo viajaba ligera de equipaje y me sentía libre de hacer y deshacer a mi antojo.

Les di la dirección en la que me alojaba y mi número de móvil, ellos hicieron lo mismo conmigo.

Su medio de locomoción siempre eran autocares, lo cierto es que es un transporte cómodo, entretenido y seguro.


Dormí como una marmota y después de una larga ducha me preparé para salir. Encontré a la casera barriendo en la puerta de entrada, me saludó en catalán y respondí del mismo modo y con las mismas palabras.

Quería visitar la Sagrada Familia y Montserrat. Fui hasta las Ramblas y tomé el autobús que deja en el Liceu, después me acercaría hasta la basílica andando.

La construcción cortó mi aliento, el impacto fue brutal. Una obra maestra en hormigón armado que dejaba de piedra a cualquiera, una de esas imágenes que quedan impresas en la retina para perder la noción del espacio-tiempo y transportar a otra realidad.

Así estuve hasta que se despertó mi estómago, llamando con estruendosos rugidos. Comí un plato combinado en una pequeña tasca a dos calles de allí, el menú era sabroso, además de barato, y el vino aún mejor.

Se me echó el tiempo encima, así que lo mejor sería dejar lo de Montserrat para el día siguiente. Empleé la tarde para conocer el Palacio de la Música, la Basílica de Santa María del Mar y el Mercado de la Boquería, también tuve tiempo para acercarme al Poble Espanyol, para ver una especie de réplica de diferentes comunidades autónomas.

Me acosté a altas horas de la madrugada, pero mereció la pena el trasnoche. Entamé amistad con un pintor belga que había encontrado de vuelta al hostal. Aunque viajaba por todo el mundo, había fijado su lugar de residencia habitual en un pequeño piso situado en el barrio gótico. Habló en un catalán que me pareció perfecto, aunque claro, yo no conocía bien el idioma. Se ganaba el sustento con su arte, me enseñó buenos sitios en los que comer bien y por poco dinero. Hacía todo lo que quería en la vida, sin necesidad de grandes derroches económicos. Era un hombre bohemio y sagaz que me dejaría un buen recuerdo.

Se empeño en ir a la plaza Sant Felip Neri de noche, ese era el mejor momento para, según él, “escuchar el silencio”. Cierto es, que no se oía ni un ruido.

Me contó que sus abuelos habían muerto durante el bombardeo efectuado por aviones fascistas en 1938 sobre la ciudad de Barcelona. Señaló con su dedo índice, las huellas de metralla se encontraban dispersas por toda la plaza, como si fueran una firma del pasado.
Philippe, que así se llamaba mi acompañante, llevaba sangre catalana en las venas,  y un terrible dolor en el alma.

A finales de 1936 se puso en marcha el Comité Nacional pour l´Hébergment des Enfants Espagnols en Belgique. Su madre había sido uno de esos niños/as de la guerra, evacuados por la Casa del Pueblo de Bruselas.

Al final del conflicto y durante la repatriación, su madre no fue reclamada por nadie, de éste modo se confirmó la orfandad de la menor.  Creció en el hogar Émile Vandervelde, una colonia situada en Oostduinkerke. No volvió a España jamás, era su forma de rechazar a la patria que le había arrebatado a sus seres queridos descarnando su niñez. Formó su propia familia en Bélgica y allí tuvo a Philippe.

Nos sentamos en la base octogonal de la fuente que ocupa el centro de la plaza, allí estuvimos sin hablar cerca de una hora. No sé qué, podría estar barruntando él, yo solamente podía pensar en las heridas que mantiene abiertas cualquier guerra.

Se levantó e hizo un ademán para que le acompañase. Continuamos nuestra andadura hasta la Calle de la Plata, me dijo que era donde Picasso había tenido su primer estudio. Hicimos la ruta picassiana completa.

Bajamos hasta el puerto. Philippe, parecía todo un atleta, sus piernas se movían a un ritmo difícil de seguir, aunque no dije nada y aguanté el tipo.

Terminamos deambulando por Las Ramblas. Nos paramos a escuchar a un cantautor en plaça de Sant Lu, allí suelen ir muchos músicos a regalar su arte.  Me mostró, Portaferrissa, una fuente con un precioso mural de cerámica en su frente. ¡Además de guapo!, era un guía excelente.

Había llegado el momento de la retirada, pero esa noche dormiría con él y él me acompañaría al día siguiente hasta Montserrat.

Para subir al macizo cogimos un autobús turístico,  así irían explicando toda la ruta y yo haría el mínimo esfuerzo. La noche anterior aunque fantástica me había dejado baldada. Nos encontrábamos visitando el monasterio cuando sonó el móvil, eran mis amigos “los músicos”, nombre con el que me empeñé en bautizarles. Saldrían al día siguiente, hasta Madrid, desde la estación central de autocares. Quedamos en vernos allí.

Durante el transcurso de la tarde todo iba a cámara lenta, muy pocas horas de sueño habían sido las culpables de mi deterioro físico. Me acosté temprano, otra vez fue en casa del pintor, pero antes recogí mis cosas del hostal, no sin antes, despedirme de la dueña y agradecerle el trato que tuvo conmigo.

A la mañana siguiente me desperté fresca como una lechuga, opté por ponerme un pantalón pitillo rojo y una camiseta de tirantes cruzados en azul hielo con diferentes temperaturas de color, incluso me di carmín en los labios. Agarré la mochila y besé a Philippe, prometiendo que nos veríamos a mi vuelta. Salí de allí en busca de la estación.

Ya habían llegado. El chico de los ojos verdes, se fijó en mi nueva camiseta haciendo una muestra de agrado levantando el pulgar. Sacamos los billetes y nos acomodamos en los asientos traseros del autocar.

Fue un viaje fantástico cargado de risas, experiencias nuevas y regalos para el paladar y la vista, la gastronomía española es muy amplia y el paisaje todo un lujo.
Después volvimos a Barcelona, pero cambiamos la ruta de vuelta, esta vez fuimos por Burgos en un viaje guiado de autocar.

La chica tenía que reincorporarse al trabajo, y ellos dos saldrían desde allí hasta su tierra natal en Lyón (Francia). Por esa fecha se celebra el festival de artes escénicas d’Avignon que dura cerca de tres semanas. Iban casi todos los años,  no podían permitirse perder un acto tan polifacético y sociocultural como aquel, después de todo, su lugar de residencia estaba a menos de cuatro horas del lugar y aún les quedaban unos días de vacaciones. No había excusa razonable para eludirlo, ni para ellos, ni para mí que buscaba sensaciones nuevas.
Para despedirnos de Montse, la chica que daba voz al grupo, quedamos en vernos en el 4 Gats, restaurante situado en carrer de Montsió, 3. Lugar que había sido frecuentado por Picasso y algún que otro genio más. Pensé que era el mejor momento para presentarles a Phillipe.

Se pidieron dos de arroz con bogavante, un romesquet de rape con patatas, un filete de ternera con foie y reducción de Pedro Ximénez, un Confit de pato con boletus, y un muslo de pollo relleno de ciruelas a la catalana. Para compartir, un par de salteados de setas de temporada y berberechos al aroma de apio. Todo ello regado con Azpilicueta Blanco y Protos Crianza.

Quizá fuera un exceso para el bolsillo, pero mereció la pena, tanto por la compañía, como por el placer que le dimos al paladar.

Sabía que a Montse, le gustaba un colgante con un pequeño coral rojo engarzado en plata que yo solía llevar en el cuello. Lo limpié hasta que lo tuve reluciente y lo guardé en una cajita que envolví con papel de regalo. Lo metí en su bolso, sin que ella se diera cuenta.
Jamás abandonaríamos el contacto, aunque fuera por teléfono.


Volvíamos a ser cuatro en los asientos traseros del autobús, pero esta vez camino de Lyon (Francia), y con un cambio de  componente en el grupo. Philippe venía con nosotros y después seríamos, sólo nosotros dos, los que nos acercásemos a Alemania. Me lo había propuesto antes de salir de España, y yo acepté su oferta.

Hacía un par de meses que Philippe tenía programada una cita en artSPACEberin (en el distritito de  Neukölln, en Berlín), una galería de arte. Estuvo horas buscando tres de sus mejores cuadros, los preparó con espuma de poliestireno, para proteger a los lienzos del polvo y posibles rayones. Los apiló uno encima de otro, con mimo y pulso de cirujano, los enrolló como si fueran papiros para meterlos en una especie de cilindro metálico. Ya estaban listos para el transporte. En caso de que la respuesta a su solicitud, para exponer allí, fuera afirmativa, volvería con toda su obra.

Llegamos en autobús hasta el festival d´Advignon. Fue un espectáculo formidable, donde se representaron varias obras. Allí estaba gente de todas las partes del mundo.

El tiempo pasaba casi sin darme cuenta, pero al final, llegó la hora de decirles adiós a mis amigos “los músicos”. A Luke, el chico de los ojos verdes, le regalé entre sollozos, la camiseta del gran sapo. Philippe, había hecho buenas migas con Josep, el chico del saxo, a éste, le enviaría una pintura suya, de la que habían hablado, en más de una ocasión.

Las despedidas suelen ser siempre duras, pero nuestro camino debía continuar.

Tomamos varios autobuses antes de llegar a Alemania, dormimos en hostales y disfrutamos de la gastronomía de las zonas por las que pasábamos.

Aceptaron las pinturas de Philippe, para artSPACEberlin , aunque ya había expuesto en otras partes del mundo, éste era otro paso más en su andadura como artista.

Comenzaron a entrometerse recuerdos de las personas a las que quería y hacía tanto que no abrazaba, era un buen momento para regresar a casa. Aunque sabía a ciencia cierta, que no permanecería mucho tiempo allí, entré por la puerta con la mochila cargada de experiencias y con Philippe.


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Para avanzar basta con recorrer unos metros, para vivir es necesario hacer una maratón. Nadie ha dicho que sea fácil, pero tampoco ha dicho nadie que sea imposible.

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miércoles, 15 de mayo de 2013

El viaje


Otro día más. idéntico al de ayer y muy posible, similar al de mañana. Mi vida no avanza, se mantiene estática.
Temo mutar hasta transformarme en una mujer anodina, seca y rancia por el desuso, igual que los armarios con olor a naftalina cargados de humedad que sólo encierran recuerdos antiguos y ropa pasada de moda.
Me siento como un hámster en unas jaula, montada en su ruedecita para mantenerme ocupada y activa, esperando a que transcurra en tiempo, mientras corro y corro sin llegar a ningún sitio.
Estoy al borde de la depresión, necesito escapar y perderme, desconectar de este círculo vicioso que me mantiene presa y volar, irme tan lejos como me permitan las piernas.
¡Maldita rutina!
Rodeada de gente, pero infinitamente sola. Creo que no encajo en este lugar, creo que no encajo en ningún sitio.
Me asfixio, tengo que gritar...
La imagen que refleja el espejo es una mentira, una burda errata de la realidad forzada. Puedo engañar al mundo con una sonrisa arcaica, eso es fácil, pero soy incapaz de mentirle a mi alma.
No soy feliz, no, no lo soy.
Antes al menos tenía pequeños momentos buenos que atrapaba con fuerza para que no se fueran, porque siempre se van, eso es lógico, tampoco pido que sean eternos, no es lo que pretendo, pero sí deseo que vuelvan de vez en cuando para mantener mis sueños y seguir creyendo en que puedo hacerlo. Pero hace mucho tiempo que no tengo ilusión alguna, como si me secara desde dentro.
Y el tiempo pasa y pasa mientras sigo en el mismo lugar, no he abandonado mi rueda y las piernas comienzan a estar cansadas.

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sábado, 16 de febrero de 2013

Un poco felina



Mis ojos volvieron a posarse en él. Le vi cerrar los ojos, mientras inhalaba profundamente la humeante aureola que desprendía la escudilla que acababan de depositar en su mesa. Una fundue de tres chocolates, acompañada por trocitos de frutas frescas variadas perfectamente colocadas en un plato helado con forma rectangular.
Aquel hombre comenzó a ensartarlas en un largo y fino pincho plateado, con una delicadeza asombrosa, pulso de cirujano y un juego de muñeca digno del mejor de los trileros, las sumergía en aquella pócima, seguidamente las soplaba de forma inaudible para depositarlas en la boca.
Era un acto cargado de sensualidad. Me encontraba embelesada y atónita, recreándome con aquel mágico ritual, como si el bálsamo más deseable del mundo se hubiera apoderado de mi voluntad. ¡Aunque claro!, siempre he sido un poco felina.